Albillo y II

De la presencia del Albillo se tiene noticia escrita desde el siglo XV. Alonso de Herrera en  su Agricultura general hace una descripción exhaustiva de esta cepa y describe su vino como “muy claro, de gentil color y sabor”. Dice que puede guardarse durante bastante tiempo,  pero que mejora sensiblemente mezclado con otras variedades como la Cigüente, la Moscatel o la Hebén.

Rojas por su parte, en su “Viticultura” publicada en el XIX, destaca el carácter azucarado de su mosto.

Según Alain Huetz de Lemps, hacia el 1751, ocupaba el 36% de los viñedos de Toro y gozaba de gran fama en esas tierras, mientras que tenía un papel secundario en los vinos de Tierra de Medina, siempre oscurecida por la preponderancia del Verdejo. El autor francés deja constancia de su presencia en la Rioja Alta, relegada aquí por la Viura y la Malvasía; y de su intervención en la elaboración del Chacolí en la provincia de Vizcaya.

La Albillo era la uva de mesa de toda Castilla y estaba considerada como la mejor cepa para elaborar vinos rancios. Como los llamados blancos pardillos de San Martín de Valdeiglesias que, en el XVII, dominado por los vinos de Jerez, Ribadavia y Rueda, sedujeron a la corte madrileña, a las provincias limítrofes y a los vascos del norte. Tan cotizado era este vino enviado a envejecer a las gélidas latitudes de Ávila, que inspiró la popular frase “Vino de San Martín encerrado en Ávila más que un florín”.




Se cultiva en pequeña escala en Canarias, donde se la conocía y conoce como Uva perruna, y tuvo una presencia importante en Andalucía a lo lardo del siglo pasado, sobre todo en el entorno de Jerez, aunque hoy se haya convertido en una rareza. También en proporciones reducidas pueden verse sus racimos compactos de bayas pequeñas en los viñedos de Cebreros, en Ávila, apenas un botón de muestra junto a la presencia abrumadora de la Garnacha.

En Australia se ha puesto este nombre, con bastante alegría a la Chenin Blanc francesa.


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