El Curioso Parlante, otro madrileño olvidado









Don Ramón de Mesonero Romanos fue un escritor madrileño, hoy casi olvidado, que firmaba sus escritos, con este sobrenombre “El Curioso Parlante”. Nace en Madrid, el 19 de Julio de 1803, en pleno desbarajuste de España, por causa de Napoleón, tiene una niñez tranquila a diferencia de otros escritores coetáneos suyos, que tienen que huir a Francia, porque sus padres son acusados de afrancesados, caso de Mariano José de Larra “Fígaro”.

Asiduo participante en las numerosas tertulias político-literarias que se celebraban en muchos cafés, con la participación de escritores románticos de espíritu ilustrado, artistas, dramaturgos y empresarios, que le introdujeron en los medios periodísticos más importantes de la época.

El cambio que experimentó Madrid durante estos años fue motivo para que Mesonero realizara numerosos viajes al extranjero, sobre todo Europa, de estos desplazamientos, solo ha llegado hasta nosotros y de manera parcial, los FRAGMENTOS DE UN DIARIO DE VIAJE... En 1835 pasó a dirigir el “Diario de Avisos de Madrid”, donde plasmó muchas de sus impresiones viajeras.

En el periodo 1845-1850 se dedicó al Ayuntamiento de Madrid como concejal. Su proyecto de mejoras generales, leído en la Sesión de la Corporación municipal el día 23 de mayo  de 1846, supuso una autentica remodelación del Madrid de la época. Años más tarde, redacto unas nuevas Ordenanzas municipales que rigieron largo tiempo. Fue nombrado por el Ayuntamiento; Cronista oficial de la Villa y Bibliotecario perpetuo. Su biblioteca, numerosísima es hoy propiedad del Ayuntamiento de la Villa y Corte. Ingresó en la R.A.E el 3 de mayo de 1838 como académico honorario y el 25 de febrero de 1847 como miembro de número.

Obras: Tipos y caracteres madrileños, Manual de Madrid, Obras jocosas y satíricas del “Curioso Parlante”, El antiguo Madrid, Escenas matritenses, Memorias de un setentón y una copiosísima producción periodística, aun no recopilada del todo...

Sigue siendo feliz, pero no va a poder escribir las memorias de un noventón, o nonagenario, ya que una mañana, a eso de las 10, el 30 de abril de 1882, entre helada y primaveral, le mata un derrame cerebral, el último hilillo de tinta que escapa a la pluma caída.

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